Me he mudado a un nuevo barrio algo menos céntrico y ahora voy en bici. Cada tarde llego a casa del trabajo y al llegar me paro, la apoyo con cuidado sobre una señal, pongo el candado con calma, me aseguro de que está bien cerrado, guardo las llaves en el bolso, cruzo por el paso de cebra. Me esfuerzo por no hacer lo que me sale cuando voy en piloto automático. Dejar la bici de cualquier manera, caminar deprisa hacia el portal con las llaves en la mano y el bolso abierto, cruzar por el medio, ya pararán los coches. Lo hago en parte por mi bici, pero sobre todo lo hago por mí. Busco cambiar el tempo, ralentizar, no ignorar la distancia entre A y B.
Con mi amiga E. –hoy es su cumple, por cierto, ¡feliz cumple!– hablo mucho sobre los días que vuelan, esa sensación horrible de no llegar ya no a todo, si no a nada. Sobre qué es esta vida que no para, que no consigues agarrar el tiempo, que se escapa. Es el ritmo social en el que nos ha tocado vivir. Son los horarios, las exigencias y expectativas propias de una época. Pecaríamos de ilusos si ignoramos el contexto, pero creo en esa frase que se me quedó grabada de Un caballero en Moscú: «adaptarse a las circunstancias no es lo mismo que resignarse a ellas».
No creo que el antídoto contra esa aceleración que parece inevitable sea el minimalismo existencial. El mundo está ahí afuera esperando. Hay que hacer cosas, mezclarse con la gente, querer, esforzarse, descubrir, probar. Hay que vivir, y en la acción hay vida. Tampoco podemos ignorarla. El problema no está ahí; está en la sensación de ajetreo constante. En la sensación de inminencia, de que no hay tiempo que perder. La eficiencia eterna. La prisa.
«La prisa, que entra en nuestra vida como un medio para reducir el volumen de los actos ingratos y sin valor, acaba por apoderarse de la vida entera y la convierte en algo ingrato y sin valor. La prisa se traga la vida». Lo leí en esta cuenta de Twitter y cada día intento interiorizarlo un poco más. La prisa tiene la vista fija en la meta. Con prisa entramos en una espiral en la que no sabemos ya por qué hacemos lo que hacemos. La prisa se traga la vida porque sube revoluciones y anestesia los sentidos. Con prisa la vida pasa y nos roza, pero no nos atraviesa, no deja huella.
La prisa deshumaniza, anula la empatía. Hace que olvidemos los modales y el civismo, que adelantemos por la derecha si hace falta. ¿Quién eres tú para que pierda mi tiempo? No nos deja tener conversaciones bonitas, no nos deja hablar de lo que importa, no nos da las horas que hacen falta para cuidar, para querer, para conocernos y conocer a los otros. Por eso la prisa crea un mundo de blancos y negros, sin matices. De buenos y malos. De personas reducidas a estereotipos, de gustos homogeneizados. La prisa le baja la saturación a la vida, desdibuja momentos, personalidades.
Sin prisa es la única forma de tratar algo para que dure. Los objetos. Los lugares. A las personas. Sin prisa es la única forma de cocinar algo y que sepa rico, de hacer un trabajo y que salga bien, de ver una serie, una película, leer un libro y que nos cuente algo sobre otros, sobre nosotros. Sin prisa no es lento, es sin prisa. Con los cinco sentidos puestos en ello. Queriendo hacerlo, no que esté hecho. Es como aquello que compartió la escritora Haley Nahman en su newsletter, una teoría del poeta poeta Thich Nhat Hanh sobre fregar los platos. La cuestión es «lavar los platos para lavar los platos», en lugar de lavarlos simplemente para acabar de fregarlos. Lavarlos para que estén limpios, porque nos gusta que estén limpios, porque queremos cuidar el ambiente en el que vivimos. «Cuidar de nosotros mismos, de otras personas, de nuestros hogares, de las plantas: estos son los proyectos inacabables de nuestras vidas. Los hacemos una y otra vez no para conquistarlos, ni para obtener un beneficio personal, sino para mantenerlos y alimentarlos, sin mayores expectativas». Con cuidado y sin prisa. Con alegría, con ímpetu, con rabia, con espíritu, con desgana, a veces –es inevitable–, pero sin prisa. En la distancia entre A y B está todo lo que nos hace humanos.